lunes, 18 de agosto de 2014

POGO EL PAYASO ASESINO

El diecisiete de marzo del año 1.942, nació en Illinois ( Estados Unidos ) John Wayne Gacy, hijo de Elaine Robinson y John Stanley Gacy, descendiente de emigrantes polacos, hombre tosco y poco sociable que pasaba horas en el sótano de su casa bebiendo lo que le hacía más huraño y violento.
John Wayne Gacy, depredador, asesino en serie y ciudadano ejemplar, tuvo problemas de salud desde muy niño, sus problemas cardíacos le provocaban desmayos frecuentemente y por si esto no fuera suficiente, a la edad de once años se golpeó la cabeza llegando a perder el conocimiento, cinco años después, a los dieciséis, le diagnosticaron un coágulo en el cerebro y a los dieciocho se había convertido en un adolescente obeso y poco agraciado.
Siendo adulto, no cabría otra forma de calificar a John, era un ciudadano ejemplar y participativo, eficaz hombre de negocios dedicado plenamente a hacer crecer su empresa de albañilería y decoración, a cuidar de su casa, a amar a su segunda esposa y a cultivar las relaciones sociales.
El tiempo libre siempre lo dedicaba a los demás, organizaba las fiestas vecinales más famosas del barrio, se vestía de payaso y amenizaba las tardes de los niños ingresados en el hospital local; incluso fué tentado por la política y se presentó como candidato a concejal, quizá lo habría llegado a ser si no se hubiera cruzado en su camino el joven Jeffrey Rignall y su tenaz lucha por la supervivencia.
El 22 de mayo de 1.978, Rignall decidió salir a tomar unas copas en alguno de los bares del New Town de Chicago, mientras paseaba ya de noche, un coche le cortó el paso; un hombre de mediana edad y peso excesivo se ofreció para llevarle a la zona de bares más famosa del lugar; Rignall, osado, despreocupado y acostumbrado a viajar haciendo auto stop, y sobretodo harto de pasar frío, aceptó la invitación sin sospechar que aquel hombre, en un descuido, le iba a atacar desde el asiento del conductor y a taparle la nariz violentamente con un pañuelo impregnado de cloroformo.
Lo siguiente que Rignall pudo recordar fue la imagen de su nuevo colega desnudo frente a él exhibiendo una colección de objetos de tortura sexual y describiendo con exactitud como funcionaban y cuanto daño podrían llegar a producir.
Rignall pasó toda la noche aprendiendo sobre sus propias carnes mancilladas una y otra vez la dolorosa teoría que su secuestrador iba explicando.
A la mañana siguiente, él completamente vestido, lleno de heridas, con el hígado destrozado para siempre por el cloroformo, traumatizado, pero a fin de cuentas vivo; tenía el triste honor de ser una de las pocas víctimas que escaparon a la muerte después de haber pernoctado en el salón de torturas de John Wayne Gacy.
En solo seis años, 33 jóvenes como él vivieron la misma experiencia, pero no pudieron contarlo.
A veces el camino hacía el mal es inescrutable, se esconde y aflora, parece evidente y vuelve a difuminarse; toda la vida de Gacy resultó una constante sucesión de idas y venidas.
Fué torpe en los estudios, se matriculó en cinco universidades y tuvo que abandonarlas todas; sin embargo, su último intento de estudiar Ciencias Empresariales y se licenció con brillantez, hasta llegó a ser un hábil hombre de negocios; se enroló en cuantas asociaciones caritativas, cristianas y civiles pudo, pero mantuvo una oscura relación con su primera esposa, llena de altibajos y cambios de temperamento; tuvo dos hijos a los que amó y respetó, sin que eso nublara un ápice su eficacia para atraer y matar a otros adolescentes; resulta incluso paradójico que un hombre obeso y aquejado de graves problemas en la espalda fuera capaz de atacar, matar y enterrar a jóvenes llenos de vigor, pero lo hizo, una y otra vez, hasta en 33 ocasiones.
Pero si fué doloroso encontrar los cadáveres de 33 jóvenes incautos, peor resultó saber que su asesino ya había dado muestras de lo que era capaz de hacer.
Poco después de casarse por primera vez, comenzaron a circular insistentes rumores sobre la tendencia de Gacy a rodearse de jóvenes varones, rumores que sus vecinos vieron confirmados cuando el amable John fue acusado formalmente por un juez de violentar sexualmente a un niño de la ciudad de Waterloo ; él siempre sostuvo que las acusaciones no eran más que un montaje creado por el sector crítico de una de las asociaciones cívicas a las que pertenecía, pero cuatro meses más tarde, la mesa del juzgado recibía la documentación de una nueva denuncia.
La propia víctima del presunto ataque sexual había sido apaleada, el agresor, un joven de 18 años con dudosa reputación declaró que fue Gacy quién le pagó para escarmentar al niño que le acusaba.
El caso estaba claro, Gacy fue sentenciado a 10 años de prisión en la penitenciaria de Iowa, la historia de un asaltador de menores parecía tocar felizmente a su fin, cuando en realidad no había hecho nada más que empezar.
Incomprensiblemente, Gacy salió de la cárcel un año y medio después, aireando un indulto concedido en atención a su buen comportamiento y las evidentes muestras de reforma dadas por el reo; el juez no tuvo duda de que aquel preso de 27 años se había transformado en otro hombre, lo que no supo hasta tres años después es que el nuevo Jonh Wayne Gacy era aún peor, no solo se las arregló para engañar al juez, también engañó a los vecinos de Sumerlade Avenue que lo acogieron en su segunda vida; a Lillie Grexa, una mujer divorciada y madre de dos hijos que se enamoró de él y aceptó su propuesta de matrimonio, a los clientes de una brillante empresa de reformas de albañilería que él mismo montó, y , lo que es peor, a decenas de jóvenes varones que acudían a casa de Gacy bajo la promesa de un trabajo bien remunerado como albañiles.
La vida social del hombre que los fines de semana se vestía de payaso para entretener a los niños enfermos en varios hospitales subía como la espuma.
Dos de sus fiestas más sonadas, una al estilo vaquero y otra hawaiana, llegaron a congregar en su casa a más de trescientas personas; todas regresaron a sus  domicilios comentando dos cosas, lo agradable que era aquel ciudadano regordete, bonachón y trabajador, y lo mal que olía su jardín, porque era la comidilla del barrio que un terrible hedor fluía por las calles cercanas a la casa de Gacy y su segunda esposa; esta estaba convencida de que bajo las cañerías de su casa había algún nido de ratas muertas, él aseguraba que el olor se filtraba desde un vertedero cercano y siempre estaba posponiendo una supuesta visita al ayuntamiento para tratar de arreglar el problema.
Ningún vecino supo reconocer el tufo de los restos humanos, por eso, ninguno llegó a sospechar el acontecimiento que estaba apunto de sacudir la armoniosa vida de Sumerlade Avenue.
En diciembre de 1.978, la madre del joven de quince años Robert Piets empezó a impacientarse al ver que no regresaba del trabajo, el chico se ganaba un dinero extra ayudando en una farmacia, y estaba apunto de entrevistarse con un tal Gacy que le había ofrecido mejorar su situación si trabajaba como albañil para él.
La desaparición de Robert fue puesta en conocimiento del teniente Kozenczak del departamento de policía de Des Plaines; entre sus pesquisas, el agente hizo una llamada a Gacy, ya que su nombre aparecía entre los papeles del chico; por supuesto el ciudadano Gacy no acudió a la cita, se excusó diciendo que estaba enfermo, pero se presentó voluntariamente en la comisaría al día siguiente.
Para entonces, el teniente se había encargado de estudiar el historial penal de aquel hombre (sentenciado e indultado por asaltar a un menor), aunque Gacy negó cualquier relación con Piest, la policía logró una orden de registro de su domicilio, en la que se incautó el más completo arsenal de instrumentos de tortura jamás visto en la región.
Pocos días hicieron falta para lograr que Gacy confesara y entregara a la policía un detallado plano del jardín de su casa, en el que había marcado los lugares donde yacían los 33 cadáveres.
Durante el juicio, Gacy aseguró que existían cuatro John; el contratista, el payaso, el vecino y el asesino y constantemente respondía con las palabras de uno y de otro; lo que no pudo explicar fueron los motivos que le llevaron a dejar con vida al joven Rignall, cuya declaración sirvió para mandar al criminal a la camilla dónde se le aplicó una inyección letal el 10 de mayo de 1.994.
Sus últimas palabras fueron ¡ besadme el culo!